Época:
Inicio: Año 1 A. C.
Fin: Año 1 D.C.

Antecedente:
LA FLORIDA DEL INCA



Comentario

CAPÍTULO VI


De los trabajos incomportables que los españoles pasaron hasta llegar al Río Grande



Un caballero natural de Badajoz, de una de las muy nobles familias que hay en aquella ciudad, llamado Juan de Vega (que yo en el Perú conocí y después en España), entendiendo que para un indio solo a pie bastaban dos castellanos a caballo, se había detenido en la carrera, aunque había salido en pos de ellos. Viéndolos ahora caídos en tierra, y sus caballos muertos, arremetió a toda furia a matar al indio. Por otra parte, los dos soldados, levantándose del suelo, fueron a él con sus lanzas en las manos. El indio, que se vio acometer por dos partes, salió corriendo del árbol a recibir al caballero, haciendo más cuenta de él solo que de los que había hecho infantes y peones, por parecerle que, si le matase el caballo como a los otros dos, quedaría libre de todos tres para acogerse por sus pies sin que le ofendiesen, por la común ventaja que en el correr hacen los indios a los españoles, y hubiérale sucedido el hecho como lo pudiera haber pensado, si Juan de Vega no viniera tan bien apercibido que traía en su caballo un pretal de media vara en ancho de tres dobleces de cuero de vaca, que los españoles curiosos hacían semejantes pretales de las pieles de vacas, leones, osos o venados que podían haber para defensa de los caballos. Habiendo salido el indio del árbol con todo el buen ánimo que un hombre puesto en tal peligro podía mostrar, tiró una flecha al caballo de Juan de Vega y, acertando en el pretal, pasó los tres dobleces del cuero y le hirió con cuatro dedos de flecha por los pechos, y por tan buen derecho que, si no llevara el pretal, fuera a parar al corazón, mas no quiso darle tanto la fortuna de la guerra.

Juan de Vega lo alanceó y mató, empero, con su muerte no quitaron los nuestros el dolor que tenían de haber perdido en tan triste ocasión dos caballos en tiempo que tanto los habían menester, que ya llevaban pocos. Y cuando llegaron a ver el indio se les dobló la pena y enojo, porque su disposición no era como la de los otros floridos, que en común son bien dispuestos y membrudos, y aquél era pequeño, flaco y disminuido, que su talle no prometía valentía alguna, mas su buen ánimo y esfuerzo la hizo tan hazañosa que admiró y dejó que llorar a sus enemigos. Los cuales, maldiciendo su desdicha y a maestre Francisco que la había causado, se pusieron en camino y alcanzaron al ejército, donde por todos fue de nuevo llorada la pérdida de los caballos, porque en ellos tenían sus mayores fuerzas y esperanzas para cualquier trabajo que se les ofreciese.

Con las molestias tantas y tan continuas que los indios hacían a los españoles, caminaron en demanda de la provincia de Guachoya y del Río Grande hasta fin de octubre del año de mil y quinientos y cuarenta y dos, por el cual tiempo empezó el invierno muy riguroso, con muchas aguas, fríos y vientos recios. Y como deseaban llegar al término señalado, no dejaban de caminar todos los días, por muy mal tiempo que hiciese, y llegaban llenos de agua y de lodo a los alojamientos, donde tampoco hallaban qué comer si no lo iban a buscar, y las más veces lo ganaban a fuerza de brazos y a trueque de sus vidas y sangre.

Con estas necesidades y los malos temporales sintieron el trabajo del camino más que hasta allí lo habían sentido, y, pasando el tiempo más adelante, cargaron las aguas, cayeron muchas nieves, crecieron los ríos y la dificultad del pasarlos, que aun los arroyos no se podían vadear, por lo cual, casi a cada jornada, era menester hacer balsas para los pasar, y con algunos pasos de ríos se detenían cinco, seis, siete y ocho días por la contradicción perpetua de los enemigos y por el mal recaudo que hallaban para las balsas, de cuya causa se les aumentaba y alargaba el trabajo. El cual muchas noches, sin el que se había pasado de día, era tan excesivo que, por no hallar el suelo para poder reposar en él por la mucha agua y cieno que tenía, dormían o pasaban la noche los de a caballo encima de sus caballos, que no se apeaban de ellos, y los de a pie quede a imaginación de los que leyeren este paso cómo lo pasarían, pues traían el agua a las rodillas, y a medias piernas donde menos había.

Por otra parte, como la ropa que traían vestida fuese de gamuza y otras pieles semejantes, y, siendo sola una ropilla ceñida, sirviese de camisa, jubón, sayo y capa, y con las muchas aguas y nieves y con el pasar de los muchos ríos siempre la trajesen mojada, que por maravilla se les enjugaba, y ellos anduviesen en piernas, sin medias calzas, zapatos ni alpargates, y como a estas necesidades propias e inclemencias del cielo se añadiese el mal comer y no dormir y el mucho cansancio del camino tan largo y trabajoso, enfermaron muchos españoles e indios de los domésticos que llevaban de servicio.

Y, no contenta la enfermedad con la gente, pasó a los caballos, y, creciendo más y más en todos, empezaron a morir hombres y bestias en gran número, que cada día fallecían dos o tres españoles, y día hubo de siete, y al mismo paso iban los caballos y los indios de servicio, los cuales, por falta que a sus amos hacían, que les servían como hijos, eran llorados no menos que los mismos compañeros. Y de estos indios casi no escapó alguno, que español hubo que llevaba cuatro y se le murieron todos, y, con la prisa que llevaban de pasar adelante, apenas tenían lugar de enterrar los difuntos, que muchos quedaron sin sepultura, y los que enterraban quedaban a medio cubrir porque no podían más, que los más fallecían caminando e iban a pie por no haber en qué los llevar, que los caballos también iban enfermos y los sanos reservaban de llevar enfermos porque en ellos salían a resistir los enemigos que llegaban a dar los rebatos y armas continuas.

Con todas estas miserias y aflicciones que los nuestros llevaban, no se descuidaban de velar de noche y de día poniendo sus centinelas y cuerpos de guardia como gente de guerra, porque los enemigos no los hallasen desapercibidos, para lo cual había tan poca salud y tantos males como se ha dicho.

Aquí en este paso, habiendo contado largamente las miserias y trabajos de este viaje, dice Alonso de Carmona que hallaron una puerca que a la ida se les había quedado perdida, y que estaba parida con trece lechones ya grandes, y que todos estaban señalados en las orejas y cada uno con diferente señal. Debió ser que los hubiesen repartido los indios entre sí y señalándolos con las propias señales, de donde se puede sacar que hayan conservado aquellos indios este ganado.

Con las inclemencias del cielo y persecuciones del aire, agua y tierra, y trabajos de hambre, enfermedad y muertes de hombres y caballos, y con el cuidado y diligencia, aunque flaca, de recatarse y guardarse de sus enemigos, y con la continua molestia de armas, rebatos y guerra que ellos les hacían, caminaron nuestros castellanos todo el mes de septiembre y octubre hasta los últimos de noviembre, que llegaron al Río Grande, que tan deseado y amado había sido de ellos, pues que con tantas adversidades y ansias de corazón habían venido a buscarle, y, al contrario, poco antes tan odiado y aborrecido que con ellas mismas le habían huido y alejádose de él. Con la vista del río se pidieron albricias unos a otros, pareciéndoles que con llegar a él se acababan sus miserias y trabajos.

En este último viaje que después de la muerte del gobernador Hernando de Soto los nuestros hicieron, caminaron a ida y vuelta, con lo que anduvieron los corredores más de trescientas y cincuenta leguas, donde murieron a manos de los enemigos y de enfermedad cien españoles y ochenta caballos. Esta ganancia sacaron de su mal consejo, y, aunque llegaron al Río Grande, no cesó el morir, que otros cincuenta cristianos murieron en el alojamiento, como veremos luego.